CONVERSACIONES EN LA PENUMBRA
No era yo. Era la impaciencia quien movía mis dedos. Tamborilearon sobre el blanco lienzo que cubría la mesa, desfogándose de las ganas de acariciarte. Y mientras hablábamos de tus planes para el domingo, nos fuimos quedando solos en el restaurante. Tus ojos tenían la viva llama de una niña. Y brillaban cuando me contabas cómo descubriste aquel remanso en el río, durante el sábado anterior. Y tu voz tenía el sonido fresco del agua. Y se me antojó igual al ruido del grifo del patio de mis abuelos. Cuando tenía 6 años y me bañaba en aquel viejo barreño.
(No continuará)
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